martes, 2 de octubre de 2018

Tranquilo

Abro la ventana y me tumbo en el ancho alféizar de piedra. La brisa corretea por mi piel, cálida y agradable, mientras lentamente empieza a llegar la primera luz del alba. Respiro aire puro de la montaña y de las plantas, mezclado con el dulce aroma a café que atraviesa la puerta de mi habitación, que me visita desde abajo, como llamándome a probar de él.

Veo por la ventana a las luces que me dan siempre esperanza, sentadas en la mesa, reflejando sus brazos sobre el mármol y enredando sus dedos entre ellas, mientras hablan, beben, ríen y se contemplan. Me miran y destellan, y yo les devuelvo una mirada de afecto, de tranquilidad, y me quedo allí tumbado, otro día más, otro rato, sin prisas, lleno de la vida del que nada aspira, porque lo tiene todo.

Me levanto lentamente, al cabo de un rato, cruzo el parqué de la habitación y me calzo justo antes de bajar. La cafetera llena en la encimera, humeante, aguarda mi llegada. Me sirvo, me apoyo en el sillón y, con la taza en mano, veo la vida pasar.

[...]

Pienso en vivir algún día en un sitio, lejano y cercano; lejos de esto, cerca de mi gente. Sueño con compañerismo, con despreocupaciones y con cercanía cuasionírica. Imagino momentos, días de verano infinitos en paisajes naturales de aire limpio, casas de madera y el olor a sábanas recién lavadas. Anhelo que todos estemos de la mano, y simplemente seamos, sin más pretensión de ser, en gran parte, lo contrario de lo que hoy somos.

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